domingo, 27 de enero de 2013

Una Vez a la Semana no te Matará


Una Vez a la Semana no te Matará
J.D. Salinger
Story XXV, Noviembre/Diciembre 1944, páginas 23-27

Él tenía un cigarro en la boca mientras empacaba, entrecerraba los ojos para evitar que el humo entrara en ellos; así que no había manera de que se pudiera decir que su expresión era de aburrimiento o aprensiva, molesto o resignado. La mujer joven sentada en la silla del gran hombre, parece como una invitada, tenía su hermoso rostro atrapado en los rojizos rayos de luz de la mañana; no le hacían daño. Pero sus brazos eran probablemente lo mejor en ella. Eran cafés y redondos y bonitos. 

“Cariño,” dijo, “No veo porqué Billy no puede estar haciendo todo eso.”

“¿Qué?” dijo el joven. Tenía una gruesa voz de fumador empedernido.

“Digo que no veo porqué Billy no puede estar haciendo todo eso.”

“Es demasiado viejo,” contestó. “¿Qué tal si prendes la radio? Puede que haya algo de música comercial a esta hora. Prueba 1010.”

La mujer joven se dio la vuelta, y usando la mano que tiene el anillo de bodas y en el dedo pequeño de un lado una impresionante esmeralda; abre alguna puerta de compartimento blanca, rompe algo, gira algo. Se sienta otra vez y espera, y de pronto, sin ningún pretexto, bostezó. El joven la miró.

“Qué tiempo tan terrible para empezar,” dijo ella.

“Les diré,” dijo el joven, examinando una pila de pañuelos doblados. “Mi esposa dice que es un tiempo terrible para empezar.”

“Cariño, te voy a extrañar horriblemente.”

“Yo también te voy a extrañar. Tengo más pañuelos blancos que esto.”

“Digo, lo haré,” dijo. “Es todo tan apestoso. Me refiero a todo”

 “Bueno, eso es todo,” dijo el joven, cerrando la valija. Encendió un cigarro, miró a la cama, y se echo en ella...
Y así como se tendió sobre la cama, los tubos del radio se calentaron, y una marcha de Sousa, se escuchaba en lo que parecía una sección ilimitada de flautín, triunfando voluminosamente dentro de la habitación. Su esposa giró otra vez uno de sus maravillosos brazos y la apagó.

“Debe de haber algo más en la radio.”

“No en este momento tan loco.”

El joven sopló un anillo de humo defectuoso al techo.

“No tenías que levantarte,” le dijo.

“Yo quería

Habían pasado tres años y ella no dejaba de hablarle en itálicas.

“¡No te levantes!” ella dijo.

“Prueba 570,” dijo él. “Puede que haya algo allí.”

Su esposa prendió otra vez la radio, y ambos esperaron, el cerrando los ojos. En un momento algo de jazz confiable empezó a sonar. 

“¿Tienes el tiempo suficiente para acostarte así?”

“Para acostarme de esa manera -sí. Es temprano.”

Su esposa pronto pareció ser golpeada con una conjetura bastante seria. “Espero que te pongan en la Caballería. La Caballería es hermosa,” dijo ella. “Estoy loca por todas esas espadas nosequé que usan en sus collares. Y tu amas montar y eso.”

“La Caballería,” dijo el joven, con sus ojos cerrados. “No hay mucha oportunidad para ese tipo de cosas. Todo mundo va ahora a la Infantería.”

“Qué horrible, Cariño, desearía que llamaras a ese tipo con la cosa en su cara. El Coronel. El de Phyll and Kenny’s la semana pasada. En Inteligencia. Me refiero a que hablas Francés y Alemán y eso. Él ciertamente te debería de conseguir por lo menos una comisión. Digo, sabes que tan miserable serás siendo un simple soldado o algo así. Digo, que hasta odias hablar con las personas y todo eso.”

“Por favor,” dijo. “Guarda silencio sobre eso. Ya te dije como es todo eso. El negocio de las comisiones.”

“Bueno, espero que por lo menos te manden a Londres. Por lo menos allí hay gente civilizada. ¿Tienes el teléfono de Bubby Apo?”
“Sí,” mintió.

Su esposa aparentemente iba a hacer otra conjetura seria. “Me encantaría algún material. Como unos trajes. Lo que sea.” Entonces, casi instantáneamente, bostezó, y dijo las palabras incorrectas: “¿Te despediste de tu tía?”

Su esposo abrió los ojos, se levantó bruscamente, y puso los píes en el piso. “Virginia. Escucha. No tuve la oportunidad de terminar anoche,” dijo. “Quiero que la lleves al cine una vez a la semana.”

“¿Al cine?”

“No te matará,” dijo él. “Una vez a la semana no te matará.”

“No, claro que no, Cariño, pero...”

“Nada de peros,” dijo. “Una vez a la semana no te matará.”

Claro que la llevaré, tú loco. Sólo quería decir que...”

“No es mucho lo que pido. Ya no es joven ni nada.”

“Pero, Cariño, está empeorando otra vez. Digo, ella es tan chiflada, ni siquiera es graciosa. Digo, no estás con ella en la casa con ella todo el día.”

“Tampoco tú,” dijo él. “Además, ella no deja su cuarto al menos que la lleve a algún lado o para algo.” Se inclinó un poco más cerca de ella, casi sentado al borde de la cama. “Virginia, una vez a la semana no te matará. No estoy bromeando.”

Claro, Cariño. Si es lo que quieres. Digo.”

El joven se levantó de repente. “¿Le vas a decir a Cook que estoy listo para el desayuno?” le preguntó, empezando a irse a algún lado.

“Dame un besito primero,” dijo ella. “Tú, buen soldadito.”

Se inclinó y la besó maravillosamente en la boca y dejó la habitación.

Subió unas escaleras anchas, por gruesas alfombras, y cuando llegó hasta arriba giró hacia su izquierda. Golpeó un par de veces en la segunda puerta, en la parte exterior estaba puesta una tarjeta blanca oficial del antiguo Hotel Waldorf Astoria de Nueva York: Favor de no molestar. Tenía una anotación con tinta desvanecida, escrita al margen de la tarjeta: “Voy a la manifestación de la Liberty Bond. Ya regreso. Encuéntrate con Tom en el lobby por mi a las seis. Su hombro izquierdo es más grande que el del lado derecho y fuma una encantadora pipa. Con amor, Yo.” La nota  estaba escrita para la mamá del joven, y él la había leído cuando era un niño, y unos cientos de veces desde entonces, y la lee ahora: en Marzo, 1944.

“¡Entra, entra!” dijo una voz ajetreada. Y el joven entró.
En la ventana, una mujer de aspecto agradable en sus tempranos cincuenta sentada en una mesa de juego plegable. Llevaba un vestido encantador beige mañana, y en sus pies un par de zapatos blancos de gimnasio extremadamente sucios. “Bien, Dickie Camson,” dijo ella. ¿Cómo te levantaste tan temprano, muchacho perezoso?”

“Es una de esas cosas,” dijo el joven, sonriendo de manera sencilla. La besó en la mejilla, y con una mano en el respaldo de la silla examinó casualmente el enorme libro encuadernado en cuero que estaba abierto ante ella. “¿Cómo va la colección?” le preguntó. 

“Encantador, simplemente encantador. Este libro -no lo has visto, muchacho terrible- es totalmente nuevo. Billy y Cook me van a guardar todas las suyas, y tú puedes guardarme las tuyas.”

“¿Acabas de cancelar las estampillas Americanas de dos centavos?” dijo el joven. “Que idea.” Miro a lo largo del cuarto. “¿Qué tal funciona la radio?”

Estaba sintonizada en la misma estación que tenía en el cuarto de abajo.

“Encantadora. Tomé los ejercicios esta mañana.”

“Ahora, Tía Rena, te pedí que pararas de tomar esos ejercicios locos. Quiero decir que te vas a tensar tú sola. digo que no tiene sentido hacerlo.”

“Me gustan,” dijo su tía firmemente, dándole vuelta a la página en su álbum. “Me gusta la música que tocan. Todas esas viejas melodías. Y ciertamente no me parece correcto escuchar la música sin tomar los ejercicios.”

“Es justo. Ahora por favor para de hacerlo. Un poco menos de integridad,” su sobrino dijo. Camino alrededor del cuarto un poco, entonces se sentó abruptamente en el asiento de la ventana. Miró a lo largo del parque, buscando entre los árboles por una manera de decirle que se iba. Él quería que fuera la única mujer en 1944 que no tuviera el reloj de arena de alguien para mirar. Ahora el sabía que tenía que darle el suyo. Un regalo para la mujer con los zapatos blancos de gimnasio extremadamente sucios. La mujer con la colección de estampillas Americanas de dos centavos cancelada. La mujer que era la hermana de su madre, que había escrito notas para ella en los márgenes de la vieja tarjeta de Por favor no molestar del Waldorf...¿Se le debe decir? ¿Debe de tener su absurdo, brillante y pequeño reloj de arena para mirar?

“Te ves igual que tu madre cuando haces eso con tu frente. Sí. Justo como ella. ¿La recuerdas, Richard?”

“Sí.” Se tomó su tiempo. “Ella nunca solía hablar. Siempre corría, y entonces se detendría un poco en un cuarto. Y siempre solía silbar entre dientes cuando recorría las cortinas de mi cuarto. La misma tonada la mayor parte del tiempo. Siempre estaba conmigo cuando era un niño, pero lo olvide cuando crecí. En el colegio -tenía un compañero de Memphis, y una tarde él puso algún viejo disco fonográfico, algo de Bessie Smith, algo de Tea Gardens, y uno de los números casi me noquea. Era la melodía que mi Madre solía silbar entre dientes. Se llamaba “I Can’t Behave on Sundays ‘Cause I’m Bad Seven Days a Week.” Un tipo llamado Altrievi entró ya cuando estaba avanzada, y desde ahí nunca la he vuelto a escuchar.” Se detuvo. “Es más o menos todo lo que recuerdo. Sólo cosas estúpidas.”

“¿Recuerdas como era?”

“No.”

“Era un buen paquete.” Su tía puso su barbilla en la copa con una de sus delgadas, y elegantes manos. “Tu padre no podía quedarse quieto, como un ser humano, en una habitación si tu madre lo había dejado. Terminaba por asentir tontamente cuando alguien le hablaba, manteniendo sus pequeños ojos curiosos en la puerta por donde ella se marchó. Era un hombre extraño más que desagradable. Él no hizo nada con interés excepto ganar dinero y mirar a tu madre. Y llevar a tu madre a navegar en ese extraño barco que compró. Solía llevar un gracioso sombrerito marinero Inglés. Dijo que era de su padre. Tu madre solía esconderlo en los días en que tenían que salir a navegar.”

“¿Era todo lo que encontraron, cierto?” preguntó el joven. “Ese sombrero.”

Pero la mirada de su tía había caído en la página de su álbum. 

“¡Oh!, aquí hay una hermosura,”dijo, y sostuvo uno de sus sellos a la luz del día. “Él tiene un rostro fuerte, nariz abollada. Washington.”

El joven se levantó del asiento de la ventana. “Virginia le dijo a Cook que prepara el desayuno. Es mejor que baje,” dijo. Pero en lugar de irse, caminó hacia la mesa de juego de su tía. “Tía Rena,” dijo, “Me prestas atención por un minuto.”

El rostro inteligente de su tía se giró hacia él.
“Tía -eh-. Hay una guerra. Eh- bueno, lo has visto en los noticiarios. Digo, lo has escuchado en la radio y todo, ¿lo has hecho?”

“Ciertamente,” ella gruñó.

“Bueno, yo voy. Tengo que ir. Me voy esta mañana.”

“Sabía que tenías que ir,” dijo su tía, sin pánico, sin un sentimentalismo amargo referido a “la última.” Había estado fantástica, pensó él. Era la mujer más sana del mundo. 

El joven se levantó, puso su reloj de arena con poca serenidad sobre la mesa -la única manera de hacerlo. “Virginia vendrá a verte seguido, muchachita,” le dijo. “Y te llevará al cine bastante a menudo. Hay una vieja película de W.C. Fields a exhibirse la semana que viene en el Sutton. Te gusta Fields.”
Su tía se levantó también, pero se movió rápidamente delante de él. “Tengo una carta de introducción para ti,” le anunció. “Para un amigo mío.”

Estaba ahora en su escritorio. Abrió la gaveta de hasta arriba de su mano izquierda, positivamente, y sacó una envoltura blanca. Después fue de regreso otra vez a su álbum de estampas que estaba en la mesa de juego, y casualmente le dio la envoltura a su sobrino. “No la sellé,” dijo, “y la puedes leer si gustas.”

El joven miró la envoltura en su mano. Estaba dirigida con la letra bastante fuerte de su tía al Teniente Thomas E. Cleve Jr.
“Es un joven estupendo, dijo su tía. “Está en la Sexagésimo Novena. Él te cuidará, no estoy para nada preocupada.” añadió impresionantemente, “Sabía que esto iba a pasar dos años atrás, e inmediatamente pensé en Tommy. El va a estar maravillosamente considerado de su parte.” Se giró, esta vez de manera más vaga, y camino a su escritorio. Abrió la gaveta. Sacó un marco de fotografía grande de un joven de cuello alto, en un uniforme de 1917 de segundo Teniente. 

Se movió titubeante de regreso con su sobrino, sosteniendo la fotografía para que el la viera. “Esta es su fotografía,” le informó, “Esta es la fotografía de Tom Cleve.”

“Tengo que irme ahora, Tía,” dijo el joven. “Adiós. No necesitarás nada. Me refiero a que no necesitarás nada. Te escribiré.”

“Adiós, mi querido, querido muchacho,” dijo su tía, besándolo. 

“Ahora encuentra a Tom Cleve. Él te cuidará, hasta que te establezcas y todo.”

“Sí. Adiós.”

Su tía dijo distraídamente, “Adiós, mi querido muchacho.”

“Adiós.” Salió de la habitación y casi cae por las escaleras.
En el peldaño más bajo tomó la envoltura, la rompió en mitades, cuartos, y por último en octavos. No sabía exactamente que hacer con el fajo, así que los atascó dentro del bolsillo del pantalón.

“Cariño. Todo está frío. Tus huevos y todo.”

“La puedes llevar al cine una vez a la semana,” dijo él. “No te matará.”

“¿Quién dijo que lo haría? ¿Alguna vez dije que lo haría?”

“No.” Caminó hacia el comedor.



Nota: Si quieren descargar el archivo en PDF den clic en la liga. Tiene un par de píe de páginas que tal vez les resulte interesante saber.




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