Había
pasado mucho tiempo desde que tuve algo que se pudiera llamar un amigo. Los
rastros de la infancia y la juventud habían quedado atrás. Pudieron haber hecho
una película sobre nosotros. La película hubiera estado basada en un libro
escrito por alguien que conocíamos o inclusive por nosotros. El libro tendría
un argumento muy sencillo, narraría las semanas que pasamos en la ciudad
donde crecimos y sería en su mayor parte una descripción fiel. Lo habrían
catalogado de ficción pero sólo habrían o habríamos modificado unos pocos
detalles, no se habrían cambiado nuestros nombres y no habría nada en él que no
hubiera sucedido. Por ejemplo, era cierto que por las noches de octubre, a
parte de emborracharnos por las noches y mirar la luna llena, habíamos visto películas
snuff, una de esas grabaciones sádicas de violencia en directo, en una
habitación de Japón, y que después de verla, yo me asomaba a la ventana con
vista al Panteón donde el autor trataba de consolarme asegurándome que los
gritos de los niños torturados eran fingidos, pero sonreía mientras lo decía y
tenía que volverle la espalda. Otros ejemplos: era cierto que nos habían tratado
de engañar en otras facultades de la universidad diciendo que nuestra vida ya
estaba escrita y que yacía en un libro, pero que en ese libro aún existían
hojas en blanco que había que llenarlas con experiencias propias, y que esas
experiencias serían las que nos enriquecerían y nos convertirían en la persona
que mirábamos cada mañana en el espejo, como si todo pudiera ser tan fácil como el
nace-crece-y se reproduce. Hubiera preferido soñar que mi novia (que en ese
momento era un sueño de verdad), había atropellado un coyote en los cañones más
abajo del Ajusco, y en dado caso de que pudiera ser cierto, hasta podría narrar
una cena de Nochebuena en algún restaurante fino con mi familia y hubiera
permitido que el autor la hubiera dejado fielmente descrita las escenas de
dicha noche sobre el papel. La vida es más fácil en el papel, y también más difícil
de creer. Tal vez, en otras de aquellas vivencias, en el libro sólo se registraría
sólo una vaga resistencia por mi parte y no lograría describir con exactitud lo
que sentí realmente aquellas noches que pasamos juntos: el shock, el miedo que
me producía la gente; un chico marginado del que se había medio enamorado de la
forma en que vivía. El hecho de que siempre que le gustaba una chica, el
escritor del libro se encargaba de romperle el corazón al chico, después de que
el escritor las conquistara con sus ejercicios de retórica y dialéctica, y las
chicas después ignorarán al chico porqué no parecía demasiado inteligente y se reducía a alguien demasiado jodido de la cabeza por no poder expresarse con claridad, y sin
embargo, el escritor nunca las correspondería porque estaba demasiado absorto
en su propia pasividad para crear el vínculo que se necesitaba que lo demás le
dejaba de importar momentos después, y aún así siempre teníamos que acudir el
uno al otro. Pero para entonces ya era demasiado tarde, y como al escritor le
molestaban ciertas cosas acerca de mí, me convertí en el narrador atractivo
(para contar la historia), y aturdido, incapacitado para el amor o la bondad.
Así fue como me convertiría en el joven calavera tarado que deambulaba entre
las ruinas con la nariz goteando sangre, haciendo preguntas que no necesitaban
respuesta. Así fue como me convertiría en el chico que nunca entendió cómo
funcionaba nada. Así fue como me convertiría en el chico que no salvaría a un
amigo. Así fue como me convertiría en el chico que no podía querer a una chica.
En aquellos tiempos, tenía un sueño
recurrente en el cuál vivía otra vida, en otra ciudad, en otro tiempo. Mi casa
era de cristal y nadie entraba y nadie salía. Miraba la vida pasar desde
dentro. Me solía quedar detrás de la puerta, esperando que el viento no soplara
tan fuerte como para derribar mi fortaleza, peleando con los miedos que me
rodeaban. Me había tomado algo de tiempo saber dónde esconderme.
Se podría decir que solía cavar
agujeros por la tarde, y para el anochecer, la mayoría de la tarde ya se había
ido. Parecía como si hubiera dormido por la mañana. Pero por la tarde, la
mañana estaba aún por venir. Una imagen venía a ayudarme. Eran unos de esos días
cuando la mente se pierde, cuando todos juegan, cuando todos se quedan y todos
los sueños se hunden.
Venía a recoger los agujeros con la lógica.
Vestía plástico y zapatos que difícilmente creerías. Las noches llegaban un
poco más temprano, como un pigmeo mascando las hojas incorrectas. Preparaba un
té, y escuchaba XTC debajo de un árbol con sombra. Regresaba a la cama a las
tres. Golpeaba mi rostro en el suelo ante el sol resplandeciente. Los blancos
iluminaban donde antes había grises. La lluvia caía como un desfile con
confeti, que corría lentamente y se disipaba. Eran unos de esos días.
Terminaba de recoger los pedazos que
quedaban. Y me detenía en la ventana. Mis ojos se postraban en la luna, esperando
que la memoria dejara mi espíritu pronto. Cerraba la puerta y apagaba las
luces. Recostaba mi cuerpo en la cama. Mientras las imágenes y las palabras corrían
muy dentro de mi. Tenía el orgullo de jalar las cobijas encima de mi rostro. Tenía
miedo de que a las personas a las que había hecho daño llegaran a mi y me
lastimaran también, inclusive todos los fantasmas de las personas que había
matado. Tenía miedo de que sus almas se reflejaran lo suficiente para que me
alcanzaran en mis sueños. Así que, quietamente me acomodaba y esperaba poder cerrar
los ojos y dormir por un momento.
Todas las noches miraba al techo y
trataba de no pensar. Las imágenes que se mezclaban y se trataban de unir para
dar sentido. El sentimiento desaparecía y finalmente podía dormir. El agua que
no podía cubrir mi memoria y el polvo que no podía consolar mi dolor. Esperaba
poder tomar el aire de la brisa y hacer que descansara mi corazón. Perdido en
el polvo, o arriba con el humo del fuego. Con alas en el cielo, o aquí perdido
en mi cama.
Me mantenía para mi mismo la mayoría
del tiempo. Soñaba todo el tiempo lo que podría encontrar, entrando y saliendo
de mi mundo, pero en cualquier otro aspecto estaba bien. A veces, de tiempo en
tiempo, me angustiaba, perdido dentro de mí mismo, en mi caparazón solitario.
Un catatónico por momentos, y un loco ocasional. Siempre se preguntaban cuándo
saldría.
Después de mucho tiempo en el cual
tuve demasiado miedo, el viento cambió, lo sentí correr debajo de mis orejas,
como seda dibujada a lo largo de mi cuello. Soñé con que encontraba el amor
mientras esperaba un nuevo atardecer, desafiando la gravedad. Una brisa pequeña
traía señales a mi lugar desde lugares distantes. Una tierna voz navegando en
el rocío de la lluvia. Algo en el aire para aquellos que saben de señales. Algo
en el aire, en la tormenta. El olor del agua caer sobre la tierra. Un dulce
olor. Y de alguna manera me veía envuelto en una tormenta de pensamientos, y
había sido enviado a la mordaz sal infernal. Un lugar en el cuál no hay nadie a
quién llamar y no hay nadie que responda. El miedo era la clave. No era la
imagen, pero tampoco era el marco. Un ornamento de los pensamiento perdiendo el
balance.
Aquella tormenta me llevó la ciudad de
los gatos, conocí a un hombre no muy lejos de aquella ciudad, un doctor del
cuerpo y del alma. Él me dijo: “Caulfield, hay un libro que tienes que leer,
siento tu dolor y me hace llorar. Pero estas lágrimas son tuyas no mías. Te concentras
en todos tus malos ayeres. Las líneas de preocupación se vuelven más profundas
cada día, profundas dentro de ti. No te sorprendas cuando haya una crisis, puede
que te tengas que culpar a ti, no puedes seguir así”. “¿Qué es lo que tengo que
ver? ¿Qué es lo que tengo que saber? ¿Qué es lo que tengo que esperar?”. Le
pregunté. “Mientras te torturas a ti mismo con lo que pasaste, te torturas a ti
mismo con lo que te espera, arrastrando contigo la culpa y el lamento dentro de
ti, ansioso en las metas que siempre te evaden. Tu mente siempre encontrará la
forma de ser hostil contra ti de alguna manera, pero todo lo que tenemos en
realidad es lo que está pasando en estos momentos: la felicidad es el camino”.
Me decía mientras servía una copa de whiskey. “Cada bebe, cada sol
levantándose, mira a tu alrededor. Siente tu alma dentro de ti. Mira dentro de
ti. Siente la vida fluir a través de ti. La vida que se te da en cada pequeña
cosa que está viva. Las plantas y los árboles. Los pájaros y las abejas. La
felicidad es el camino. Eres un esclavo de tu mente, pero tú no eres tu mente”.
“Nunca supuse que sería el primero en la línea. Nunca supuse que mediría casi
dos metros. Nunca supuse que sería algo grande. Nunca supuse que vestiría
implacable. Nunca supuse que sería algo impresionante. Nunca supuse que estaría
alejado de los problemas. Nunca supuse que estaría adelante del resto. Pero si
pienso en el pasado...Siempre espere que podía pasar simplemente”. Dije. “Tú no
eres tu dolor. Dilo otra vez. Tú no eres tu dolor. No es lo que alguna vez
pensaste que serías o te convertirías, es lo que eres hoy, es lo que te espera
mañana. La felicidad no es el final del camino. La felicidad es el camino”.
Regresé de la ciudad de los gatos días
después. Tomé un tren, el tren que es mi vida, acelerando por la noche. He
estado en esos lugares por
sólo unos instantes, medio despierto, a veces durmiendo, a veces mirando, a
veces soñando. He pasado a través de miles de estaciones, demasiado rápido para
saber sus nombres, demasiado rápido para saber si he venido o he vuelto otra
vez. Lo importante es saber que había vuelto a un lugar que solía conocer muy
bien, antes de que el mundo me enseñara a odiar, y de haber cometido el error
de haberlo aprendido.
Hoy,
yo puedo escribir otra parte de aquel libro que probablemente también se pueda
volver en una película. La parte donde me he encontrado y estoy enamorado.
Poder decir que aquel chico problemático que algún día fui ha dejado de
existir. Poder decir que ha encontrado la razón de ser feliz. Que he encontrado
todo lo que he necesitado y que desearía poder compartir con aquel viejo amigo
que no pudo salvar la alegría de la cuál es víctima. Lloraría en su cara de
felicidad al verle y poder transmitirle lo que últimamente ha vivido.
Escucharía sus opiniones y consejos con ojos y oídos bien abiertos. Pero sólo
se necesita por el momento una respuesta ¿Dónde está?.
Tal
vez el libro tampoco pueda reflejar la felicidad que puede vivir uno. Solo una
palma sobre mi rostro, la calidez, ahora y por siempre en mi corazón, y el del
mundo.
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