De todo el tiempo compartido, nunca se había
sentido abandonado como aquella vez, y sólo eso fue suficiente para jamás
volver. Dejar todo en medio de la noche: mujer, hijos, casa, vida, tiempo y
espacio. Abandonar todo e irse, huir y volver, pero no al origen. Volver
a otro punto escogido de forma estocástica por dios. ¿Y cómo no narrar eso? Yo,
quien más conozco a mis queridos humanos. Yo, que fui arrojado a la tierra por
mi buen juicio, quien ha cuestionado esa forma azarosa de actuar de mi amigo,
al que ustedes llaman dios. Porque conozco bien a estas criaturas tan
insignificantes y tan vehementes, con ese don que sólo mi gran amigo pudo
darles, pero exageró más al decirles la peor mentira de todas, y hacerles saber
que serían libres para obrar y pensar.
Pues bien, ahora que les he expuesto sólo un
ápice de lo que creo de sus vidas y su dios, puedo proceder a contarles este
extraño suceso y exponerlo de forma lacónica para que no se aburran, y me
abandonen después como a todas aquellas cosas que siempre se proponen a hacer y
que difícilmente comienzan por emprenderlas. Yo, más que nadie conozco su
naturaleza improvisada, y la lucha fútil que han iniciado desde otrora al
dividirse para poder erradicar su males congénitos, y elevar su creación más
modesta: el elitismo. Continuemos entonces.
Ese hombre del que hablo, es un ser como
cualquier otro, como tú o yo, da lo mismo, repentinamente, sus aspiraciones con
lo que le rodeaba se esfumaron ipso facto, y, sólo por sentir un raro
malestar decidió abandonar todo, envuelto en una vorágine de pensamientos que
no lo dejaron volver los ojos atrás. Sólo se escuchó que susurró unas palabras
al dispositivo que llevaba en la muñeca: traza el camino más corto al hospital.
El hombre vio un grafo en la pantalla de su reloj
y caminó hacía uno de los puntos extremos de las líneas. Lanzo un gemido muy
tenue, se agarró el pecho y detrás de sí cerró la puerta de su casa. Entonces
eran las 22.30 horas, no había mucha gente en las calles, sin embargo, era un
barrio iluminado. El hombre tenía una mirada nítida, las manos delgadas,
era esbelto, de cabello castaño, narinas estrechas y agudas, la frente reducida
y pómulos pequeños y salientes. Con esas características permaneció hasta que
acaeció el asalto de un parasito que tomaría su cuerpo para modificarlo.
El dispositivo indicaba el objetivo con gran precisión,
un sitio en el centro de la plaza exterior del Hospital Central, rodeado de
enfermos y médicos en hora de descanso, donde una vieja estatua sobresalía
entre la multitud. Se trataba de un lugar común en la ciudad, pero Ignacio no
lo conocía aún, él iba camino hacia ese lugar, cada vez más preocupado y con
mayor sufrimiento. El parásito actuaba en las entrañas de Ignacio, quién
caminaba lánguidamente, con el cuerpo abotagado y la faz bermeja por el dolor,
corría sudor copiosamente por su cuerpo, sus pensamientos flotaban en un vacío
inmenso, y poco a poco eran también expulsados del cuerpo. El reloj se
actualizaba rápidamente, de los 10 minutos iniciales en los que llegaría
Ignacio al hospital ahora marcaba 15 minutos, cuando ya iba a mitad del camino.
Quizá no lo lograría. Aunque, ¿por qué habría de llegar al hospital?, ¿quién lo
salvaría de ese sufrimiento y sino que le anunciaba el fin?
Instintivamente llegó a la plaza del nosocomio.
00.00 horas. Los pantalones escurrían de lo que parecía ser sangre, que fluía
de los hematomas. Se arrastraba, y las personas lo veían con morbo y desdén por
su condición lastimosa, como aquellos leprosos de que hablan los textos
antiguos. Así iba Ignacio, a rastras por la plaza. En la entrada del hospital
varias personas señalaban a aquel hombre que ya no se le veía un rostro humano.
Y se dirigían a él rápidamente un par de enfermeros, uno de ellos llevaba una
varilla que extendió para convertirla en camilla, donde acomodaron el resto
amorfo de Ignacio y lo llevaron dentro del edificio con gran esfuerzo.
Al llegar a la puerta principal, el dispositivo
cayó de su muñeca, con la correa reventada por la hinchazón del cuerpo, pero,
¿por qué en ese momento, si lo había traído consigo desde hace ya una década,
esperando el momento de activarse? Al
parecer él lo sabía. Pero formalmente, sólo lo intuía, y por eso quiso ir al
hospital, pues la señal esperada la lanzaría el viejo reloj. Ahí revisaron el
cuerpo de Ignacio, el cual fue sometido a diversos y complicados procedimientos
médicos para averiguar lo que estaba sucediendo, y aquella noche en que lo
trataron, no pudieron diagnosticar nada, sólo lo observaban de vez en vez para
intentar aminorar la hinchazón, pero sabían que resultaría inútil. En el fondo
sólo realizaban un trámite de falsa humanidad.
Tirado sobre unas sábanas, yacía el cuerpo de
Ignacio, atacado por ese extraño parásito que invadió su mente y ahora formaba
por dentro un cuerpo dentro del cuerpo original, cuando ya eran las 2.00 horas,
sacudía la mente para expulsar también el alma del anfitrión, y poder
hospedarse él como nuevo propietario. Es un extraño caso en el que un
ser, sin morir biológicamente da paso a uno nuevo que lo ha matado
psíquicamente, y, aunque el material del recipiente es el mismo (podría
decirse), la estructura genética y morfológica ha cambiado completa y radicalmente.
A pesar de todo, y que lo habían desahuciado sin enterarse siquiera del proceso
que sufría, Ignacio vivía (aunque eso no era del todo cierto), y cedía su ser en sí a algo más, que no se sabe lo que
sería, no podía evitarlo y no sabía las causas ni por qué a él le sucedía esa usurpación
tan extraordinaria.
A las 4.23 horas, llegó un grupo de hombres
uniformados de azul, llevaban un tanque con sustancia desinfectante, un carro,
bolsas, cepillos y toallas. Levantaron las sábanas que cubrían a Ignacio y al
verlo, se asombraron de ver muchas aberturas donde asomaba debajo de la piel
ensangrentada un ser parecido a un hombre. Se alejaron y uno de ellos llevo su
mano hacía el brazo izquierdo y frotó un brazalete que llevaba. Llegaron
dos hombres más, con bata y un carro muy sofisticado cual si fuera una cabina,
y el mismo vehículo desplegó un brazo mecánico que sujeto el cuerpo que estaba
en el suelo y lo colocó en la cabina. Expelió desinfectante y se abrió
nuevamente. Entonces, los dos hombres de bata, despacharon a los uniformados de
azul, se quitaron las batas, y se pusieron una diadema que se expandió
cubriendo sus cabezas como un casco, y uno de ellos, asintió con la
cabeza indicándole al otro un procedimiento de rutina que sólo ellos
conocían.
Abrieron la cabina y tomaron unos instrumentos
del carro y comenzaron a quitar los trozos de carne y ropa enredados, ahí
estaba, un hombre asomaba debajo de los restos de Ignacio. Uno de aquellos
examinadores encontró una billetera entre lo que parecía ser la vestimenta, la
revisó y encontró una identificación que pertenecía a: Octavio De Vega. La foto
correspondía con el hombre que estaban viendo entre los restos de vestido,
carne, huesos y entrañas. Era delgado, de nariz afilada, cabello negro y largo,
no parecía ser un hombre alto; respiraba normalmente, y parecía estar dentro de
un sueño profundo. Mientras, todo lo que quedaba del cuerpo de Ignacio parecía
haber sido torturado de la peor forma, y quizá fue así.
Octavio de Vega era un hombre de 33 años,
operario en una empresa de electrónica, según sus credenciales. Al salir del
hospital, éste desconocido iba bien vestido, con una chaqueta negra y camisa
blanca, pantalones de gabardina y mocasines, llevaba también un reloj digital
en la muñeca. Su empresa se había encargado de los gastos, y de explicar los
hechos acaecidos grosso modo. La
existencia de Ignacio no pudo resolverse, nadie anunció su desaparición. La
existencia real a partir de ese momento fue la de Octavio de Vega, pero no
supimos el objeto de ella.