jueves, 31 de enero de 2013

Praxis narrativa



De todo el tiempo compartido, nunca se había sentido abandonado como aquella vez, y sólo eso fue suficiente para jamás volver. Dejar todo en medio de la noche: mujer, hijos, casa, vida, tiempo y espacio. Abandonar todo e irse, huir  y volver, pero no al origen. Volver a otro punto escogido de forma estocástica por dios. ¿Y cómo no narrar eso? Yo, quien más conozco a mis queridos humanos. Yo, que fui arrojado a la tierra por mi buen juicio, quien ha cuestionado esa forma azarosa de actuar de mi amigo, al que ustedes llaman dios. Porque conozco bien a estas criaturas tan insignificantes y tan vehementes, con ese don que sólo mi gran amigo pudo darles, pero exageró más al decirles la peor mentira de todas, y hacerles saber que serían libres para obrar y pensar.

Pues bien, ahora que les he expuesto sólo un ápice de lo que creo de sus vidas y su dios, puedo proceder a contarles este extraño suceso y exponerlo de forma lacónica para que no se aburran, y me abandonen después como a todas aquellas cosas que siempre se proponen a hacer y que difícilmente comienzan por emprenderlas. Yo, más que nadie conozco su naturaleza improvisada, y la lucha fútil que han iniciado desde otrora al dividirse para poder erradicar su males congénitos, y elevar su creación más modesta: el elitismo. Continuemos entonces.

Ese hombre del que hablo, es un ser como cualquier otro, como tú o yo, da lo mismo, repentinamente, sus aspiraciones con lo que le rodeaba se esfumaron ipso facto, y, sólo por sentir un raro malestar decidió abandonar todo, envuelto en una vorágine de pensamientos que no lo dejaron volver los ojos atrás. Sólo se escuchó que susurró unas palabras al dispositivo que llevaba en la muñeca: traza el camino más corto al hospital.

El hombre vio un grafo en la pantalla de su reloj y caminó hacía uno de los puntos extremos de las líneas. Lanzo un gemido muy tenue, se agarró el pecho y detrás de sí cerró la puerta de su casa. Entonces eran las 22.30 horas, no había mucha gente en las calles, sin embargo, era un barrio iluminado. El hombre tenía una mirada nítida,  las manos delgadas, era esbelto, de cabello castaño, narinas estrechas y agudas, la frente reducida y pómulos pequeños y salientes. Con esas características permaneció hasta que acaeció el asalto de un parasito que tomaría su cuerpo para modificarlo.

El dispositivo indicaba el objetivo con gran precisión, un sitio en el centro de la plaza exterior del Hospital Central, rodeado de enfermos y médicos en hora de descanso, donde una vieja estatua sobresalía entre la multitud. Se trataba de un lugar común en la ciudad, pero Ignacio no lo conocía aún, él iba camino hacia ese lugar, cada vez más preocupado y con mayor sufrimiento.  El parásito actuaba en las entrañas de Ignacio, quién caminaba lánguidamente, con el cuerpo abotagado y la faz bermeja por el dolor, corría sudor copiosamente por su cuerpo, sus pensamientos flotaban en un vacío inmenso, y poco a poco eran también expulsados del cuerpo. El reloj se actualizaba rápidamente, de los 10 minutos iniciales en los que llegaría Ignacio al hospital ahora marcaba 15 minutos, cuando ya iba a mitad del camino. Quizá no lo lograría. Aunque, ¿por qué habría de llegar al hospital?, ¿quién lo salvaría de ese sufrimiento y sino que le anunciaba el fin?

Instintivamente llegó a la plaza del nosocomio. 00.00 horas. Los pantalones escurrían de lo que parecía ser sangre, que fluía de los hematomas. Se arrastraba, y las personas lo veían con morbo y desdén por su condición lastimosa, como aquellos leprosos de que hablan los textos antiguos. Así iba Ignacio, a rastras por la plaza. En la entrada del hospital varias personas señalaban a aquel hombre que ya no se le veía un rostro humano. Y se dirigían a él rápidamente un par de enfermeros, uno de ellos llevaba una varilla que extendió para convertirla en camilla, donde acomodaron el resto amorfo de Ignacio y lo llevaron dentro del edificio con gran esfuerzo.

Al llegar a la puerta principal, el dispositivo cayó de su muñeca, con la correa reventada por la hinchazón del cuerpo, pero, ¿por qué en ese momento, si lo había traído consigo desde hace ya una década, esperando el momento de activarse? Al parecer él lo sabía. Pero formalmente, sólo lo intuía, y por eso quiso ir al hospital, pues la señal esperada la lanzaría el viejo reloj. Ahí revisaron el cuerpo de Ignacio, el cual fue sometido a diversos y complicados procedimientos médicos para averiguar lo que estaba sucediendo, y aquella noche en que lo trataron, no pudieron diagnosticar nada, sólo lo observaban de vez en vez para intentar aminorar la hinchazón, pero sabían que resultaría inútil. En el fondo sólo realizaban un trámite de falsa humanidad.

Tirado sobre unas sábanas, yacía el cuerpo de Ignacio, atacado por ese extraño parásito que invadió su mente y ahora formaba por dentro un cuerpo dentro del cuerpo original, cuando ya eran las 2.00 horas, sacudía la mente para expulsar también el alma del anfitrión, y poder hospedarse él como nuevo propietario.  Es un extraño caso en el que un ser, sin morir biológicamente da paso a uno nuevo que lo ha matado psíquicamente, y, aunque el material del recipiente es el mismo (podría decirse), la estructura genética y morfológica ha cambiado completa y radicalmente. A pesar de todo, y que lo habían desahuciado sin enterarse siquiera del proceso que sufría, Ignacio vivía (aunque eso no era del todo cierto), y cedía su ser en sí a algo más, que no se sabe lo que sería, no podía evitarlo y no sabía las causas ni por qué a él le sucedía esa usurpación tan extraordinaria.

A las 4.23 horas, llegó un grupo de hombres uniformados de azul, llevaban un tanque con sustancia desinfectante, un carro, bolsas, cepillos y toallas. Levantaron las sábanas que cubrían a Ignacio y al verlo, se asombraron de ver muchas aberturas donde asomaba debajo de la piel ensangrentada un ser parecido a un hombre. Se alejaron y uno de ellos llevo su mano hacía el brazo izquierdo y frotó un brazalete que llevaba.  Llegaron dos hombres más, con bata y un carro muy sofisticado cual si fuera una cabina, y el mismo vehículo desplegó un brazo mecánico que sujeto el cuerpo que estaba en el suelo y lo colocó en la cabina.  Expelió desinfectante y se abrió nuevamente. Entonces, los dos hombres de bata, despacharon a los uniformados de azul, se quitaron las batas, y se pusieron una diadema que se expandió cubriendo sus cabezas como un casco, y uno de ellos, asintió con la cabeza  indicándole al otro un procedimiento de rutina que sólo ellos conocían.

Abrieron la cabina y tomaron unos instrumentos del carro y comenzaron a quitar los trozos de carne y ropa enredados, ahí estaba, un hombre asomaba debajo de los restos de Ignacio. Uno de aquellos examinadores encontró una billetera entre lo que parecía ser la vestimenta, la revisó y encontró una identificación que pertenecía a: Octavio De Vega. La foto correspondía con el hombre que estaban viendo entre los restos de vestido, carne, huesos y entrañas. Era delgado, de nariz afilada, cabello negro y largo, no parecía ser un hombre alto; respiraba normalmente, y parecía estar dentro de un sueño profundo. Mientras, todo lo que quedaba del cuerpo de Ignacio parecía haber sido torturado de la peor forma, y quizá fue así. 

Octavio de Vega era un hombre de 33 años, operario en una empresa de electrónica, según sus credenciales. Al salir del hospital, éste desconocido iba bien vestido, con una chaqueta negra y camisa blanca, pantalones de gabardina y mocasines, llevaba también un reloj digital en la muñeca. Su empresa se había encargado de los gastos, y de explicar los hechos acaecidos grosso modo. La existencia de Ignacio no pudo resolverse, nadie anunció su desaparición. La existencia real a partir de ese momento fue la de Octavio de Vega, pero no supimos el objeto de ella.




















domingo, 27 de enero de 2013

Ligera Rebelión en Madison


Ligera Rebelión en Madison
J.D. Salinger
The New Yorker, Diciembre 21 1946




En las vacaciones de la Escuela Preparatoria Pencey para hombres ("Un instructor por cada diez estudiantes"), Holden Morrisey Caulfield solía llevar un abrigo Chesterfield y un sombrero con un borde cortante en la "V" de la corona. Mientras viajaba en los autobuses de la Quinta Avenida, las chicas que conocían a Holden pensaban a menudo que lo veían caminar por Saks' o Altman o por Lord & Taylor, pero por lo general era alguien más.

Este año, las vacaciones de Navidad de Holden en la Preparatoria Pencey se dieron al mismo tiempo que las de Sally Hayes en la Mary A. Woodruff School para mujeres ("Especial Atención a las interesadas en el Arte Dramático"). En las vacaciones de Mary A. Woodruff, Sally solía ir sin sombrero y llevaba un abrigo mink nuevo azul cromático. Mientras paseaba en la Quinta Avenida, los muchachos que conocían a Sally a menudo pensaban que la veían caminar por Saks' o Altman o por Lord & Taylor. Por lo general era alguien más.

Tan pronto como Holden llegó a Nueva York, tomó un taxi a casa, dejó caer su Gladstone
 en el recibidor, besó a su madre, arrojó el sombrero y el abrigo en una silla accesible, y marcó el número de Sally.

“¡Ey! dijo él por el micrófono. ¿Sally?”

“Sí. ¿Quién es?”

“Holden Caulfield. ¿Cómo estás?”

“¡Holden! ¡Estoy bien! ¿Tú cómo estás?”

“Estupendo,” dijo Holden. “Escucha. ¿Por cierto, cómo estás? Me refiero a ¿Cómo va la escuela?”

“Bien,” dijo Sally. “Digo...ya sabes.”

“Estupendo,” dijo Holden. “Bien, escucha. ¿Qué vas a hacer esta noche?”



Holden la llevó esa noche al The Wedgwood Room, ambos vestidos, 
Sally llevaba su nuevo conjunto turquesa. Bailaron demasiado. El estilo de Holden eran unos pasos largos y lentos, de ida y vuelta, como si estuvieran bailando sobre una alcantarilla abierta. Bailaron mejilla a mejilla, y cuando sus caras se volvían pegajosas por el contacto, no le molestaba a ninguno de los dos. Fue un tiempo largo entre las vacaciones.

Hicieron una cosa maravillosa en el taxi camino a casa. Dos veces, cuando el taxi se detuvo en el tráfico, Holden se cayó de la silla.

"Te amo", le juró a Sally, quitando su boca de la de ella.

"Oh, mi amor, yo también te amo", dijo Sally, y agregó con menos pasión, "Prométeme que vas a dejar que tu pelo crezca. Los cortes militares son cursis".



El día siguiente fue un jueves y Holden llevó a Sally a la matinée de "O Mistress Mine", que ninguno de ellos había visto. Durante el primer descanso, fumaban en el vestíbulo y con vehemencia ambos estaban de acuerdo de que los Lunts
 eran maravillosas. George Harrison de Andover, también estaba fumando en el vestíbulo y reconoció a Sally, como ella esperaba que lo hiciera. Los habían presentado una vez en una fiesta y no se habían vuelto a ver desde entonces. Ahora, en el vestíbulo del Empire, se saludaron con el gusto de dos que podrían haber tomado baños juntos cuando eran niños pequeños. Sally preguntó a George si no pensaba que el espectáculo era maravilloso. George se dio un espacio para su respuesta, cruzando los píes, uno detrás del otro como señora. Dijo que la obra en sí ciertamente no era obra maestra, pero que los Lunts, por supuesto, eran ángeles absolutos.

“Ángeles,” pensó Holden. “Ángeles. Por el amor de Dios. Ángeles.”

Después de la matinée, Sally le dijo a Holden que tenía una excelente idea. “Vamos a patinar sobre hielo al Radio City esta noche.”

“Muy bien,” dijo Holden. “Seguro.”

“¿Lo dices en serio?” dijo Sally. “No lo digas al menos que lo digas en serio. Quiero decir que no me importa un comino, si vamos o no vamos.”

“No,” dijo Holden. “Vamos. Puede que sea divertido.”



Sally y Holden eran terribles patinadores sobre hielo. Los tobillos de Sally tenían una manera dolorosa e impropia de colapsarse el uno contra el otro, y Holden no era mucho mejor. Esa noche había por lo menos cien personas que no tenían nada mejor que hacer que ver a los patinadores. 

“Vamos a la mesa y tomemos algo,” Holden sugirió de pronto.

“Es la idea más maravillosa que he escuchado en todo el día,” dijo Sally.

Se quitaron los patines y se sentaron a la mesa en la caliente sala interior. Sally se quitó sus guantes rojos de lana. Holden empezó a encender fósforos. Los dejaba prendidos hasta que no podía sostenerlos más, después aventaba lo que sobraba dentro del cenicero.

“Mira,” dijo Sally, “Tengo que saber..¿Vas o no vas a ayudarme a poner el árbol de Navidad?”

“Claro,” dijo Holden, sin entusiasmo. 

“Digo, tengo que saber,” dijo Sally.

Holden se detuvo repentinamente de encender fósforos. Se inclinó hacia delante sobre la mesa. "Sally, ¿alguna vez te has hartado? Quiero decir, ¿alguna vez has estado tan asustada de que todo va a salir mal a menos que hagas algo?"

“Claro,” dijo Sally.

“¿Te gusta la escuela?” Holden inquirió.

“Es un aburrimiento terrible.”

“Digo, ¿la odias?”

“Bueno, no la odio.”

"Bueno, yo la odio", dijo Holden. "¡Carajo!, ¡qué sí la odio! Pero no es sólo eso. Es todo. Odio vivir en Nueva York. Odio los autobuses de la Quinta Avenida, y los autobuses de la Avenida Madison, y salir por las puertas del centro. Odio el cine de la Calle Setenta y Dos, con esas nubes falsas en el techo, y ser presentado a tipos como George Harrison, y bajar en el ascensor cuando quieres salir, y los chicos ajustándose los pantalones todo el tiempo en Brooks.” Su voz se volvió más alborotada. "Ese tipo de cosas. ¿Sabes lo que quiero decir? ¿Sabes una cosa? Tú eres la única razón por la que vine a casa estas vacaciones."

“Eres dulce,” dijo Sally, deseando que cambiara de tema.

“¡Carajo!, ¡Odio la escuela! Debes de ir algún día a una escuela para hombres. Todo lo que haces es estudiar, y hacerles creer que te importa si el equipo de fútbol gana, y hablar de chicas y ropa y licor, y...” 

“Ahora, escucha,” interrumpió Sally. “Muchos muchachos obtienen más que eso de la escuela.”

“Estoy de acuerdo,” dijo Holden. “Pero eso es todo lo que obtengo 
yo de ella. ¿Lo ves? Eso es lo que te quiero decir. No entiendo nada de nada. Estoy en mala forma. Estoy en una pésima forma. Mira, Sally. ¿Cómo te gustaría que lo soltara? Aquí está mi idea. Tomaré prestado el coche de Fred Halsey y mañana por la mañana vamos a conducir hasta Massachusetts y Vermont, y por allí, ¿ves? Es hermoso. Digo, es maravilloso por allá, lo juro por Dios. Nos quedaremos en esas cabañas de campo y cosas por el estilo hasta que mi dinero se acabe. Tengo unos ciento doce dólares conmigo. Entonces, cuando el dinero se acabe, voy a conseguir un trabajo y vamos a vivir en un lugar con un arroyo y cosas así. ¿Sabes lo que quiero decir? te lo juro por Dios, Sally, vamos a tener un rato fantástico. Luego, más adelante, nos casaremos o algo así. ¿Qué dices? ¡Vamos! ¿ Qué dices? ¡Vamos! Vamos a hacerlo, ¿eh?"

“Simplemente no puedes hacer algo así,” dijo Sally.

“¿Por qué no?” Holden preguntó en tono agudo. ¿Por qué demonios no?”

“Porque no puedes,” dijo Sally. “Simplemente no puedes, eso es todo. Supongamos que se acaba el dinero y no consigues trabajo...¿Entonces qué?”

“Conseguiré trabajo. No te preocupes por eso. No te tienes que preocupar por algo así. ¿Qué es lo que sucede? ¿No quieres ir conmigo?”

“No es eso,” dijo Sally. “No es eso en absoluto. Holden, tenemos mucho tiempo para hacer todas esas cosas...todas esas cosas. Después de que vayas a la universidad y nos casemos y todo eso. Habrá montones de lugares maravillosos para ir.”

“No, no los habrá,” dijo Holden. “Será totalmente diferente.”

Sally lo miró, la había contradicho demasiado rápido.

“No será lo mismo para nada. Tendremos que bajar en elevadores con maletas y esas cosas. Tendremos que hablarle a todo el mundo y decirles adiós y mandarles postales. Y tendré que trabajar con mi padre e ir a la Avenida Madison en autobús y leer el periódico. Tendremos que ir todo el tiempo a la Calle Setenta y Dos y ver noticiarios. ¡Noticiarios! Siempre hay una estúpida carrera de caballos, o una dama rompiendo una botella en un barco. No entiendes en realidad lo que quiero decir.

“Tal vez no lo haga. Tal vez tu tampoco lo hagas,” dijo Sally.

Holden se levantó, se echó los patines sobre un hombro. "Me irritas demasiado", anunció bastante desapasionado.



Poco después de media noche, Holden y un muchacho gordo, poco atractivo de nombre Carl Luce, se sentaron en el bar Wadsworth, bebieron escocés con soda y comieron papas fritas. Carl era también de la Preparatoria Pencey, y era el líder de la clase. 

“Oye, Carl,” dijo Holden, “Eres uno de esos chicos intelectuales. Dime algo. Supongamos que estás harto. Supongamos que te estás volviendo completamente loco. Supongamos que quisieras dejar la escuela y todo lo demás e irte lejos de Nueva York. ¿Qué es lo que harías?”

“Beber,” dijo Carl. “Al demonio con eso.”

“No, estoy siendo serio,” Holden declaró.

“Siempre tienes alguna falla,” dijo Carl, se puso de píe y se fue. 

Holden siguió bebiendo. Bebió nueve dólares de escocés y soda, y a las 2 A.M. camino desde el bar a la pequeña antesala, donde había un teléfono. Marcó tres números antes de llegar al correcto.

“¡Hola!” Holden gritó dentro del teléfono.

“¿Quién es?” inquirió una voz fría.

“Soy yo, Holden Caulfield. ¿Puedo hablar con Sally por favor?”

“Sally está durmiendo. Habla la Señora Hayes. ¿Por qué estás llamando a estas horas, Holden?”

“Quiero hablar con Sally, Señora Hayes. Es demasiado importante. Póngala al teléfono.”

“Sally esta durmiendo, Holden. Llámala mañana. Buenas noches.”

“Despiértela. Despiértela,¿eh? Despiértela, Señora Hayes.”

“Holden,” dijo Sally, al otro lado al final del cable. “Soy yo. ¿Cuál es la idea?”

“¿Sally? ¿Sally, eres tú?”

“Sí. Estás borracho.”

“Sally, Iré para Navidad. Cortaré el árbol para ti. ¿eh? ¿Qué dices? ¿Eh?”

“Sí, ahora ve a dormir. ¿Dónde estás? ¿Quién está contigo?”

“Cortaré el árbol por ti, ¿eh? ¿Qué dices? ¿Eh? ¿Está bien?”

“¡Sí! ¡Buenas noches!”

“Buenas noches. Buenas noches, Sally bebé. Sally cariño, corazón.”

Holden colgó y se quedó cerca del teléfono por cerca de quince minutos. Entonces puso otra moneda en la ranura y marcó el mismo número otra vez.

“¡Hola!” gritó por el micrófono. “Quiero hablar con Sally, por favor.”

Hubo un chasquido mientras el teléfono se colgó, y Holden colgó también. Se puso de pie tambaleándose por un momento. Luego se dirigió al baño de hombres y llenó uno de los lavabos con agua fría. Sumergió su cabeza hasta las orejas, después de lo cual caminó, goteando, al calefactor y se sentó sobre él. Se sentó allí contando los cuadrados en el suelo de baldosas mientras el agua chorreaba por su rostro y por la parte posterior de su cuello, empapando el cuello de la camisa y la corbata. Veinte minutos más tarde el pianista del bar fue a peinar su cabello ondulado.

"Hola, muchacho!" Holden le saludó desde el calefactor. "Estoy en la silla eléctrica. Encendieron el interruptor para mi. Me estoy friendo".

El pianista sonrío.

“¡Hombre, si que sabes tocar!” dijo Holden. “En realidad sabes tocar el piano. Deberías de salir en la radio. ¿Sabes qué? Eres terriblemente bueno, muchacho.”

“¿Quieres una toalla, amigo?” preguntó el pianista. 

“Yo no,” dijo Holden.

“¿Por qué no vas a casa, chico?”

Holden sacudió la cabeza. “Yo no,” dijo él. “Yo no,”



El pianista se encogió de hombros y regresó el peine de dama a su bolsillo interior. Cuando salió del baño, Holden se levantó del calefactor y pestañeó varias veces para dejar correr las lágrimas de sus ojos. Luego se fue al guardarropa. Se puso su abrigo Chesterfield sin abotonar y se puso el sombrero en la parte posterior de su cabeza empapada.

Sus dientes castañeteaban con violencia, Holden se detuvo en la esquina y esperó por el autobús de la Avenida Madison. Fue una larga espera.




Nota: Si lo quieren en archivo PDF, den clic en la siguiente liga.





¿Y Holden?


Bueno...creo que no nos podíamos quedar sin algo de Holden Caulfield para esta celebración. Para los que ya leyeron El Guardian Entre el Centeno, se darán cuenta a que parte pertenece este cuento que se convertiría en uno de los momentos gloriosos del libro. Existen muchos cambios de la versión original a la que finalmente llegó al libro. Si me preguntan cuál de los dos prefiero. Les diré que prefiero al que quedo en el libro, aunque este cuento también es muy bueno.

Salinger tardó diez años aproximadamente en escribir El Guardian Entre en Centeno, ¿valió la pena? Claro que lo fue. A lo largo de los años publicó un par de cuentos en revistas especializadas de le época en los que se fue formando poco a poco la leyenda de Holden Caulfield. Este cuento demuestra que tanto lo fue meditando y mejorando a lo largo del tiempo.
Es para mí difícil hacer una traducción de un cuento de Salinger, y más si el cuento viene mi gran héroe. Espero haberlo hecho de la manera que él hubiera querido que se tradujera al español, o por lo menos no haberlo hecho tan mal para llegarlo a ofender.

Después de leer este cuento, tal vez se den cuenta porque Holden es quién es para mí. 

Para el año que viene, esperemos tener en este espacio otro de los cuentos de Salinger que se convertiría en parte del libro. 

Larga vida en nuestras memorias al Maestro Jerome David Salinger.


Ambas Partes Interesadas


Ambas Partes Interesadas.
J.D. Salinger
The Saturday Evening Post, Febrero 26, 1944.




Antes de que un hombre pueda anunciar que conoce una mujer como un libro, el hombre debe asegurarse de que lea hasta la última parte de la última página.

En realidad allí no hay mucho que decir -Me refiero a que no era una cosa seria o algo así, pero era algo gracioso, en eso. Quiero decir porque allí se veía por algún tiempo, como si todo el mundo en la planta y la madre de Ruthie y todos iban a tener una sonrisa sobre nosotros. Decían que Ruthie y yo éramos demasiado jóvenes para casarnos. Ruthie, ella tenía diecisiete, y yo tenía casi veinte. Muy bien, éramos demasiado jóvenes, pero no si sabes lo que estás haciendo. No si todo entre ella y tú funciona. Digo, ambas partes interesadas.

Bien, como iba diciendo, Ruthie y yo, en realidad nunca nos separamos. No una separación real. No es que la madre de Ruthie no hubiera deseado que lo hiciéramos. La señora Cooper, ella quería que Ruthie y yo fuéramos a la universidad en vez de casarnos. Ruthie se salió de la preparatoria cuando tenía quince años solamente, y no la llevarían dónde ella quisiera hasta que cumpliera los dieciocho. Ella quería ser doctora. Le solía tomar el pelo. “¡Llamando a la Doctora Kildare! Le decía a ella. Yo tenía buen sentido del humor. Ruthie, ella no. Era más inclinada hacia el tipo serio.

Bueno, en realidad no sé como empezó todo, pero se puso todo muy candente una noche del mes pasado en Jake’s Place. Ruthie, ella y yo salimos. Ese lugar si que es clase este año. No mucho neón. Más bulbos. Más lugar de estacionamiento. Clase. ¿Sabes lo que quiero decir? A Ruthie no le gusta mucho Jake’s. Bueno, esta noche de la que te estaba contando, Jake’s estaba repleto cuando llegamos allí, y tuvimos que esperar cerca de una hora para que nos dieran una mesa. Ruthie no quería esperar ni un minuto. Sin paciencia. Finalmente cuando nos dieron una mesa, dijo que no quería cerveza. Así que sólo se sentó allí, prendiendo cerillos, apagándolos. Me estaba volviendo loco.

“¿Que es lo que sucede?” le pregunté finalmente-me llegó a los nervios después de un tiempo.

“No sucede nada,” dijo Ruthie. Paro de prender cerillos, empezó a mirar a lo largo del lugar, como si estuviera manteniendo los ojos abiertos por alguien en especial.

“Algo sucede,” le dije. La conozco como a un libro. Digo, la conozco como a un libro.

“No sucede nada,” dijo ella. “Deja de preocuparte por mi, todo está estupendo. Soy la mujer más feliz del mundo.”

“Detente ya,” dije. Estaba siendo medio cínica. “Sólo te hice una pregunta, eso es todo.”

“Oh, disculpa,” dijo Ruthie. “Y tú quieres una respuesta. Ciertamente. Disculpa.” Estaba siendo demasiado cínica. No me gusta eso. No me molesta, pero no me gusta.

Sabía lo que se la estaba comiendo. La conozco de adentro hacia afuera, cada humor. “Muy bien,” dije. “"Tú estás herida porque salimos esta noche. Ruthie, por decirlo en voz alta, un hombre tiene derecho a salir de vez en cuando, ¿no?"

“¡De ves en cuando!” dijo Ruthie- “Amo eso. De vez en cuando. ¿Como siete noches a la semana, eh Billy?”

“No han sido siete noches a la semana,” dije. ¡Y no ha pasado! No hemos salido por la noche antes. Bueno, tomamos una cerveza en Gordon’s, pero regresamos a casa después de eso.

“¿No?” dijo Ruthie. “Muy bien. Vamos a dejarlo. No hay discutirlo.”

Le pregunté muy tranquilo, que se suponía debía hacer. ¿Sentarme en la casa como un estúpido todas las noches? ¿Mirar fijamente a las paredes? ¿Escuchar al bebé gritar? Le pregunté, muy tranquilo, qué quería que yo hiciera.

“Por favor, no grites,” dijo, “No quiero que hagas nada.”

“Escucha,” le dije. “Le estoy pagando a esa loca dama Widger dieciocho dólares a la semana para cuidar a la niña por un par de horas en la noche. Lo hice sólo para poder tomar todo con calma. Pensé que te daría gusto. Te solía gustar salir de vez en cuando,” le dije.

Entonces Ruthie dijo que ella no quería que contratara a la Señora Widger en primer lugar. Dijo que no le gustaba. De hecho, dijo que la odiaba.Dijo que ni siquiera le gustaba ver a Widger cargar la bebé. Le dije a Ruthie que la señora Widger había tenido un montón de bebés propios, y que supunía que ella sabía muy bien cómo sostener a un niño. Ruthie dijo que cuando salíamos por la noche Widger simplemente se sentaba en la sala, leyendo revistas: que nunca se acercaba a la bebé. Le dije que quería que hiciera ella -¿qué se metiera a la cuna con la niña? Ruthie dijo que no quería habñar de eso más.

“Ruthie,” dije. “¿Qué es lo que tratas de hacer? ¿hacerme ver como una rata?”

Ruthie, ella dijo, “No estoy tratando de hacerte ver como una rata. No eres una rata.”

“Gracias. Muchas gracias,” le dije. Yo también puedo ser del tipo cínico.

Ella dijo, “Eres mi esposo, Milly.” Se inclinó hacia la mesa, como que llorando, ¡Santa Macarena!, ¡No era mi culpa!.

“Te casaste conmigo,” dijo, “porque dijiste que me amabas. Se supone que debes de amar a nuestra bebé también, y cuidarla. Se supone que debemos de pensar en algunas cosas aveces, no simplemente vagar.”

Le pregunte, de manera calmada, quién había dicho que no amaba a la bebé.

“Por favor no grites,” dijo. “Voy a gritar si tu gritas,” dijo. “Nadie dijo que no la amaras, Billy. Pero la amas cuanto te conviene o algo así Cuando se está bañando o cuando juega con tu corbata.”

Le dije que la amaba todo el tiempo. ¡Y lo hago! Es una buena niña, una buena niña de verdad.

Ella dijo, “¿Entonces por qué no estamos en casa?”

Le dije entonces. No es que haya tenido miedo de decirle. Le dije. “Porque,” dije, “Quiero tomar un par de cervezas. Quiero algo de vida. No trabajas en un fuselaje todo el día. No sabes como es.” Digo, le dije.

Entonces trató de ser del tipo gracioso. “Quieres decir,” ella dijo, “Que no me esclavizo en un ardiente fuselaje en todo el día”.

Le dije que era demasiado ardiente. Entonces empezó a prender cerillos otra vez, como un niño. Le pregunté si había entendido lo que quería decir. Ella dijo que había entendido lo que quería decir muy bien, y dijo que también había entendido lo que su madre le había querido decir, cuando su madre le dijo que éramos demasiado jóvenes para casarnos. Ella dijo que ahora entendía muchas cosas.

Eso en realidad me dolió. Lo admito. Estoy dispuesto a admitirlo. En realidad nada me duele excepto cuando Ruthie saca a su madre. No puedo soportar cuando ella saca algo acerca de su madre. Le pregunté a Ruthie, en una forma tranquila, de qué estaba hablando. Le dije, “Sólo porque un hombre quiere salir de vez en cuando.” Ruthie hubiera dicho si yo hubiera dicho “de vez en cuando” otra vez, no la hubiera vuelto a ver. Siempre está tomando las cosas de la manera en que no quiero que las tome. Le dije eso. Ella dijo, “Vamos. Estamos aquí. Vamos a bailar.”

La seguí a la pista, pero justo cuando llegamos a allí la orquesta se puso astuta con nosotros. Empezaron a tocar Moonlight Becomes You. Es vieja ahora, pero es una canción dulce. Quiero decir que no es una mala canción. Solíamos escucharla de vez en cuando en la radio en el coche o en la radio de casa. De vez en cuando Ruthie cantaba las palabras. Pero no era tan ardiente, escucharla en Jake’s esa noche. Era muy vergonzoso. Y debieron de tocar ochenta y cinco coros de lo mismo. Quiero decir que lo siguieron tocando. Ruthie bailó unos diez kilómetros de distancia de mí, y no nos miramos mucho. Finalmente, se detuvieron. Entonces Ruthie se separó de mí como, si caminara de vuelta a la mesa, pero ella no se sentó. Simplemente coge su abrigo y lo avienta. Estaba llorando.


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