viernes, 15 de octubre de 2010

Deja que los muertos entierren a sus muertos (fragmento).



Esta ciudad es tan horrible que su mera existencia y perduración, aunque en el centro de un desierto secreto, contamina el pasado y el porvenir y de algún modo compromete a los astros. Mientras perdure, nadie en el mundo podrá ser valeroso o feliz.
Borges, Jorge Luis. El Inmortal.

Por este somero laberinto, en el que he andado por siglos, me ha pasado que cuando toco cada portal en alguna de sus millones de bóvedas, salen sujetos vehementes a decirme alguna idea nomotética que encuadre mi temperamento (altanero, ufano, introvertido, apático, huraño, patético, mediocre; por mencionar algunas), y yo sin proponérmelo ni ser mi objetivo, descubrí que las susodichas resultaron ser mis reflejos: seres exteriorizados, que surgieron de mi subjetivo encarcelado, y que se manifestaban de aquella forma, a fuer de desesperados, como parte de su ultima ratio.

Jamás me deslindé de ellos, ni agaché mi mirada. El approche con que los trataba estaba fuera de la dialéctica, con ellos no podía discutir porque sería atentar contra el universo; imaginar que el vacío de mi mirada se reflejara en espejos infinitos, se volvería algo contra natura. Por ello, mi trato hacia ellos fue una forma de lectisternia; no traté ningún tema relacionado a nosotros sobre la mesa, sólo nos mirábamos los unos a los otros: ellos con algún desdén hacia mí; y yo, inerte como cualquier objeto ager publicus.

Fue hasta después, cuando redactaba epístolas sobre mi ir y venir en aquel laberinto, que comencé a analizar algunos de aquellos reflejos y, ex fatalibus libris, tuve varías epifanías, ver sacrum por mantenerme en un prolongado encierro dentro de un templo bajo otro templo. Una de ellas me dejó ver separados por única vez el cuerpo y el alma; llegué a pensar que había comenzado a vagar por la senda del orfismo, como parte de mi iniciación. Otra me mostró en un santiamén la inutilidad del mesianismo, indicándome los instrumentos para la disolución de los aperos que ayudaron a la humanidad a forjar lo que se conoce como sociedad y el alto costo de no controlarla: la corrupción.

Entonces, dada mi condición profana, cerré mi mente, cual si fuera un senatus consultum, y subí hasta la punta del templo más exterior. Divisé el horizonte sin emitir juicio. Voltee a ver el zócalo de la plaza principal y observé indiferente las mores maiorum de un centenar de personas. Sigilosamente, y con modus in discendo, articulé cada una de las epifanías de que fui objeto. Entones, una luz fulgurante penetró en mis ojos casi al final de mi descripción, y un estridente ruido muy agudo terminó por irrumpirme. Una gens de personas, luces y sonidos me rodeaba. Traté de ignorar todo y volver a concentrarme, empero, mi intento fue inútil.

“No permitiré que ningún vástago del otium, aun bajo el manto de un mecenas, atente contra un tesoro de la humanidad. Baje inmediatamente, antes que su audacia tanotóica lo haga presa de los embates zaherientes de nuestras armas.

“Así que, ¡ipso facto!, baje. Le aseguro, tenemos el criterio para enjuiciar correctamente sus actos. Sabemos también que la nesciencia es su verdugo, pero en calidad de heraldos de la justicia, no toleraremos ninguna estolidez de su parte.”

Bien, me dije, magister dixit. Nunca creí que al salir de mi encierro se me condenara por mi estado lapidícola. No merecía pasar aquella humillación. Salí a la superficie no por nictofobia ni porque sea víctima de hagiofobia y ya lo haya superado.

Entonces entendí que como iniciado tenía que superar las más de las pruebas que me interpusiera mi sino. Estaba ante la primera dicotomía del camino: Subir o bajar. La primera me indicaba quedarme ahí y superar la primera etapa de mi búsqueda (¿qué búsqueda? Ella está entre las líneas de este escrito); la segunda, significaba atar mi sinhueso para entregarme a un sacrificio sin réplica del por qué.

Así, subí; no por orgullo, menos porque hubiese una sinergia que me ayudara a lograrlo. Más bien subí porque al decidir y enfrentar lo inminente superé un estadio anterior: la incertidumbre. Eso, hasta cierto punto, fue sencillo; lo que trataron de hacer aquellos que me deseaban entre su escoria fue más prolijo: Ya el vértigo era demasiado al ver aquella grey afrentándome sin saber mis argumentos. Una y otra vez un extraño vehículo volador con un haz de luz saliendo de su vientre me mantenía a la vista de todos. Rápidamente, varios sujetos a mis costados me señalaban con luengas extensiones metálicas de sus brazos, quizá a manera de amedrentarme.

Traté de persuadirme de que no me interesaba lo que pensaran (ya había cambiado de estado, que era lo importante), no obstante, comenzaba a acongojarme mi porvenir, en manos de malos ayos como ellos, no podía trazar nada distinto que no fuera sucumbir ante sus imposiciones de carácter intelectual y sofisticado.

Enclaustrado entre sus geometrías de metal, intenté no hastiarme de su metodología de presionarme; y no acceder finalmente a terciar sus planes.

Por momentos me llevaban a una sala donde se me castigaba con incesantes ráfagas fulgurantes que, debo decirlo, llegaron a intimidarme; mientras, el tropel me lanzaba las peores injurias y blasfemias inefables. Vulgares en la manera de expresarse, en ningún momento logré escuchar a alguien que tuviera argucia; sólo escupían atrocidades y enseñaban los dientes como fieras acorraladas. Sólo hasta que un barbaján pronunció las palabras: “encierro perpetuo”, el vulgo se mostró sonriente y satisfecho; el momento tan perversamente extático los llevó a su comunión maligna. Yo, por mi parte, pensé no tener subterfugio. Ningún intento de loar a esos ludistas me sacaría incólume de aquel afán por hundirme.

¿Mi misión se volvió inexpugnable? ¿Llegué al terminus de mi potencial? ¿Acaso es este el trasfondo de una vida que jamás acepté y, ahora que trato de enfrentar, al primer revés que me da, ya no puedo levantarme? ¿Subí, mostré indiferencia, y perdí la fe? ¿No hay ardid que me saqué de ésta tricotomía?

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