
Estoy en la cafetería de la Facultad de Arquitectura. A lo lejos se ven un par de siluetas de personas sentadas; en realidad, no están tan lejos, son algunas mesas más allá de la mía, las suficientes para observarlos sin que se percaten de mi mirada escrutadora. Los puedo ver a la distancia sin problemas: Dos chicos sentados al fondo, han decidido pararse e ir a pedir su orden de comida. Él con el cabello amarrado y de lentes; ella, con una chamarra de mezclilla y la cabeza cubierta con un gorro rastafari.
No puedo evitar intuir sobre lo que platican, aunque todas mis ideas son tan vagas que prefiero omitirlas. Quizás sólo se trate de cualquier plática de estudiantes ingenieriles, que se han citado en la cafetería de otra Facultad que no es la suya. Ahora observan el menú pintado en la superficie de un acrílico con luz de trasfondo. El lugar está casi lleno, sólo se escucha el murmullo colectivo, y de vez en cuando alguna risotada de cualquier chica extravagante. De momento, creo que desde este punto en particular puedo ver a Oscar (es el nombre de nuestro observado número 1) un tanto nervioso; nunca ha sido un experto en entablar una conversación con cualesquiera, y menos si se trata de una chica. Ella, Olga (es el nombre de nuestra observada número 2), se ve un poco desconcertada por el encuentro.
Se han conocido a través del mensajero de internet, y ahora están recargados sobre la barra esperando quién atienda su pedido. ¡Listo!, han ordenado la comida, y en este momento esperan que les den su ticket para recibir sus alimentos. Mientras, cruzan algunas palabras para liberar la tensión: risas tímidas, comportamiento rígido en ambas partes. En tanto, nada extraordinario sucede en mis rededores. Ellos se ven impacientes por tener la charola en sus manos ya y regresar a su mesa a tratar de que la plática fluya lo más que se pueda, una vez la panza llena.
Mientras eso ocurre, puedo describir el lugar que nos contiene, y la atmósfera que nos arropa: hay mesas delgadas y pequeñas de color negro, distribuidas en hileras cercanas entre sí; las sillas son de esqueleto metálico y con respaldos de madera; el espacio en sí es un patio central bajo una enorme malla de acero con tragaluces de cristal blancos.
... Por fin, los comensales se han dispuesto a dar rienda suelta a su apetito, al tiempo que avanzan en el tejido de su relación, que en lo que va de tiempo, desde que llegaron, ha tenido ligeros aprietos.
Estoy echando un vistazo a la música del ipod, cuando Oscar se ha levantado de la mesa, pero no logro localizarlo, sólo veo a Olga inquieta volteando a todos lados, como si buscara a alguien, tal vez reconociendo el lugar que no ha tenido oportunidad de ver a más detalle. Espera a Oscar, descansando su quijada en las palmas de sus manos y sus codos sobre la mesa.
¡Oh, diablos!, mientras describía esto he perdido el hilo de la historia. Creo que Olga ha ido al sanitario, no logro verla en la mesa... No, un momento, me equivoqué, solamente ha ido por su plato de lo que parece ser su comida. No sé de qué comida se trate, me encuentro a una distancia donde no puedo distinguir de qué platillo se trata; ni siquiera sé qué tipo de bebidas han ordenado. Estoy experimentando impotencia por ser un narrador que se encuentra limitado para describir la escena que le interesa.
... Espero unos instantes, el reloj digital del ipod marca las 18:54 horas. Describiré un poco más a Olga, en lo que espero algún indicio que rompa el cristal que los mantiene cuasi estáticos: Lleva el pelo teñido de rojo, que se asoma en bucles debajo de su gorro rastafari; lleva al cuello una mascada de color rojo o naranja; viste, también, una chamarra de mezclilla azul, y unos jeans del mismo color pero de un tono más oscuro. No puedo ver si trae blusa o camisa debajo de la chamarra. Su tez es blanca, no es muy alta, su semblante es redondo, los ojos, al parecer: cafés, poco profundos; tiene una sonrisa discreta y sus gestos son sutiles y graciosos.
De Oscar no diré nada, me parece que cumple con la descripción de un "caballero gris"; eso es todo. No obstante, daré algunos detalles de su vestimenta: lleva un pantalón de mezclilla oscura, con un suéter café claro (que le llaman beige), tenis negros, y sus característicos lentes.
No tengo idea de qué hablan. Parece que Dédalo lleva la batuta en la plática, esa es mi impresión, pues ella sólo mueve la cabeza negando o asintiendo las aseveraciones del otro. Él con su pose impertérrita, tal vez por ser presa de nerviosismo o dueño de su tranquilidad. Juzgo, a fuer de observador que ha pasado el tiempo suficiente para que ambos ya hayan pisado el terreno de una charla amena. En realidad, lo que hace Oscar no logro verlo, pues una pareja de novios que se encuentra al lado de la mesa de mis observados obstruye mi visión hacia él.
Daré, ahora, una breve pausa, hasta que un cambio inusitado me dé nuevos bríos para continuar la descripción.
... Estoy de vuelta, no puedo concentrarme, sólo he leído un par de párrafos del segundo capítulo de Norwegian Wood, de Murakami, pero no puedo prestarle la atención suficiente. Mis ojos y mi concentración se dirigen nuevamente a la pareja sentada en la mesa periférica de esta cafetería-patio. Los murmullos, las risas y el eco, el zumbido de los condensadores de los refrigeradores de la barra; todo se entremezcla sin dar paso siquiera a un breve silencio. Sólo veo que Olga engulle un bocado tras otro, mientras Dédalo queda oculto detrás de aquella pareja inoportuna que al parecer, sí, así es, se dispone a retirarse. También las mesas se han desocupado a mi alrededor; de momento pienso que mi esencia rara los ha alejado; mejor para mí.
Lo confieso, yo también tengo cierta tensión.
... 18:55 horas. Han pasado veintiún minutos, las cosas siguen igual, los mismos ademanes, risas discretas, un bocado tras otro, movimientos con la cabeza; y Oscar, con su característica pose, mirando a su acompañada de hito en hito. Creo que puedo hacer ahora un juicio de valor, y que esta escena se trata de una Rendez-vous.
Me he quitado los audífonos porque me lastiman y no disfruto la música; por eso, y por los murmullos de este lugar.
En un correo electrónico, Olga confirmó su consentimiento para verse con Oscar-Enkor, y del cual recuerdo estas palabras: "... sólo tengo hasta las siete...", refiriéndose al tiempo disponible que tenía, id est, sólo una hora de las seis de la tarde que llegó a las siete en que iba a partir. Pero faltan algunos minutos para que sus palabras caduquen. Veamos qué más puede suceder.
... Las 19:01 horas. Las palabras han perdido su vigencia. Estaré atento a lo que suceda «de aquí pa'l real». En tanto, coy guardando el libro de Haruki y la botella con agua que traía. Sobre la mesa sólo están éste cuaderno, el bolígrafo que salta sobre su superficie, y los brazos que descansan al borde de dicha mesa, con una mano que manipula el bolígrafo Bic.
Parece que han terminado de comer. Veo que ella se limpia las comisuras con una servilleta de papel. ¡Listo!, lo demás lo escribiré a posteriori…
Epílogo.
Oscar desistió de su cometido al final. Empero, a cambio, consiguió una nueva cita con Olga, y lo más interesante, una invitación de parte de ella a su templo cristiano.
Los había buscado, pues los perdí de vista al salir de la cafetería, pero Oscar me llamó al celular para decirme dónde se encontraba. Al llegar a la Torre de Humanidades, reímos desde lejos, y, después, me dio los detalles de lo sucedido en su persona. Lo escuche y nos reímos de las peripecias; de ahí partimos rumbo a nuestras casas, contando las posibilidades del desenlace y otra estolideces más.
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